Esta mañana he bajado a comprar la prensa. Hace años que abandoné la idea de seguir un periódico a diario, desde que me di cuenta de que cualquiera de ellos, de El País a ABC no eran más que meras copias unos de otros, con pinceladas quizá de un tono distinto en ocasiones, pero no por ello menos tóxicos.
Pero es domingo. Y los domingos si leo la prensa, en una tradición heredada de mi vida laboral, cuando trabajaba de lunes a sábado (los sábados, en casa, solía adelantar mucho trabajo, algo que hoy mucha gente ve de forma muy extraña). Los domingos me despertaba muy temprano, bajaba a por la prensa, le daba una ojeada mientras la tropa se levantaba, nos íbamos a misa y, por la tarde, mientras los chicos hacían deberes o, ya mayores, se iban a dar un garbeo, mi mujer y yo descansábamos: ella leía alguna novela, y yo hacía el crucigrama, antes de retomar el libro que me esperaba en el sillón.
Con el tiempo, solo hay un ingrediente nuevo: mi soledad. Me despierto muy temprano, compro la prensa, me voy directamente a misa, y al regreso, mientras desayuno, ojeo las mentiras que me quieren contar.
No sigo un mismo periódico. Mi fidelidad se la llevó el cierre de Arriba, y terminó de morir para la prensa en general cuando Rafael García Serrano murió y con el sus dietarios y tantas páginas estupendas. Ahora, hago como los niños: me quedo con la oferta mejor.
Esta temporada estoy siguiendo el periódico ABC, porque regalan cada domingo tres películas de lo que llamaré con cariño "mi época". Puede que sea un ejercicio de nostalgia, pero me sirve para encender de vez en cuando el televisor y ver algo que no es totalmente deleznable.
Pues bien, esta mañana me he encontrado con dos sorpresas: una desagradable y otra agradable.
Recién salido del quiosco, un niñato que tenía todos los indicios de arrastrar una borrachera desde el día anterior, quizá por verme con el ABC, quizá por reparar en la insignia de la división que siempre llevo en la chaqueta (lo dudo, me parece que muy poca gente sabe ya lo que significa este escudo), empezó a insultarme. Lo primero que me llamó fue facha, para seguir con una espiral de palabras irreproducibles.
Aunque mi cuerpo ya no me acompaña con la agilidad de hace años, mi palabra suele ser rápida. Pero no hizo falta ni que abriera la boca. De repente apareció una mano de no se sabe donde que le dejó el recuerdo de sus nudillos en la cara del espontáneo. Era un amigo de mi nieto Eduardo, que, casualidad, venía del trabajo (es vigilante de seguridad en una empresa de un polígono industrial) y desde lejos vio lo que se mascaba.
De bien nacidos es ser agradecidos, así que le dije que cuando descansara, pasara por casa para merendar y charlar. Acaba de irse hace unos minutos. Le he querido hacer un regalo cuando marchaba, pero me lo ha rechazado diciéndome que el mejor regalo que le podía hacer, ya se lo había dado esta tarde.
Y me he quedado de forma agradable doblemente sorprendido. Hacía mucho que no me encontraba con seres humanos así. Y quería compartirlo.
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