A finales de los 50 y principios de los 60 el trabajo me llevó a Paraguay. Nos llevó, no era asunto de meses sino de años, así que mi mujer e hijos vinieron conmigo. Allí, uno de mis hijos llegó adolescente y salió convertido en hombre. Muchas cosas cambiaron en aquellos pocos años.
Aunque en Paraguay la mezcla étnica es distinta que en otros países de hispanoamérica, el servicio doméstico, al menos en la ciudad y más concretamente en la colonia donde vivimos, parecía venida directamente de tiempos precolombinos.
Nuestra cocinera, a la que nosotros llamábamos Sandra porque su nombre en zamuco se aproximaba bastante, era una chica excelente. Leal como nadie pero promiscua como ella sola. Tenia una niña de la que imagino tenía tanta idea de quien podría haber sido su padre como el resto de nosotros. La niña y ella siempre estaban juntas, no se despegaban, hasta que la convencimos para que recibiera las mismas clases que mi hijo pequeño, ya que mis hijos seguían planes de estudio españoles en casa, con un profesor particular, previniendo el regreso a la patria, por evitar lo que ahora se llama fracaso escolar.
He dicho que Sandra era leal. Lo fue tanto que murió enfrentándose a un ladrón que entró en la casa cuando nosotros pasábamos unos días de descanso en Concepción. Nos avisaron de la embajada y regresamos a escape. La niña nos esperaba llorando en las dependencias de la embajada. Decidimos que la hija de Sandra, Sandra también, seguiría viviendo con nosotros. Y cuando regresamos a Madrid, mi mujer y yo, con el decidido apoyo de mi hijo mayor, decidimos que vendría con nosotros a España. El propio Stroessner lo autorizó, y facilitó todo a golpe de teléfono.
Hoy, esa pequeña es una mujer ya madura, casada con aquel hijo mio que se hizo hombre allí, y cuñada del pequeño que compartía clases con ella, y del resto de la prole. Piel de cobre y corazón de oro. Quizá por aquello de que el roce hace el cariño, por vivir juntos tanto tiempo sin compartir la misma sangre, o porque los dos son almas limpias y estaban destinadas a unirse, ambos están entrando en la vejez juntos, de la mano, sin el más ligero sobresalto durante todo su matrimonio. Nosotros tuvimos dos hijos en uno, y ellos eso se ahorraron en suegros.
Recuerdo aquella noche en Madrid, con toda la familia de pie frente al televisor para ver los primeros pasos del hombre en la luna. Y la recuerdo porque esa noche, Eduardo, el niño que dejó de serlo en Paraguay, me contó lo que sentía por Sandra hacía ya un tiempo, y que su madre y yo ya conocíamos. Sandra ya no era una niña pequeña. Ni siquiera era una niña, era una belleza. Y una excelente persona.
Uno de mis nietos, hijo de Sandra, ya a punto de formar hogar por su cuenta me contaba como frecuentemente lo toman por un inmigrante, y se sorprenden de verlo no levantando paredes, sino con los papeles de arquitecto bajo el brazo. Y tiene miedo de que, tal y como va la sociedad, sus futuros hijos, mis bisnietos, sufran la ira de una sociedad que el ignoró en su infancia.
Por eso, cuando veo a algún idiota que mancilla nuestra simbología, la que paseamos con tanto honor recorriendo media Europa a pie, asociándola a esos comportamientos propios de cretinos, siento una profunda vergüenza ajena.
Quien piense que los falangistas somos racistas es, bien por desconocimiento absoluto, por no haber leído con calma a José Antonio... o bien por maldad. A los ignorantes los puedo perdonar. A los segundos, no.
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1 comentario:
Me alegro mucho por su nieto, y por ti, es una historia bastante fuerte la verdad, pero es reconfortante ver como se van superando los baches. Por cierto, una vergüenza y me parece bochornoso eso de que le tomen por inmigrante, y que algunos ignorantes, por no llamarlos otra cosa, usurpen nuestra simbología (como ya hizo otro señor hace unos cuantos años) como si fuera suya...
saludos, y por favor, continua relatando tus experiencias
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